12.8.13

Treblinka.


Te mueves, sigilosa y ligera.

No has corrido tan rápido en toda tu vida, al menos que recuerdes. El cielo está teñido de color añil, como una imponente e inmensa placa grisácea que se extiende mucho más de lo que tu vista puede alcanzar. El aire huele a sangre y pólvora quemada. Giras a la derecha mientras notas como la fina ceniza impregna tus pulmones y dificulta tu respiración cada vez más. Ya no escuchas nada diferente a tus propias pisadas, el sonido hueco de tus zapatos desgastados al chocar con la gravilla. No estás segura, pero podrías jurar que el frío ha hecho que tus mejillas se tiñan de rojo. Es seco, y corta como un cuchillo. Tal vez sea Diciembre.

Él va justo delante de ti.

No parece cansado y mantiene sin ningún problema un ritmo uniforme y silencioso. Por un momento se te pasa por la cabeza detenerte para tomar aliento, pero desechas la idea rápidamente. Sin él no lo conseguirás, y lo sabes. Así que te quitas el sudor de la frente con la manga del abrigo y continúas.

No eres consciente de cuánto tiempo pasa hasta que por fin aminoráis el paso. Intentas contener las palpitaciones de tu sien, y mueves los pies para corroborar que aún siguen ahí. Te duelen demasiado, pero no te quejas. Tratas de normalizar la respiración mientras él asoma la cabeza por la esquina del edificio de ladrillo naranja tras el que estáis escondidos. Observa atentamente varios minutos y como no dice nada, decides preguntar.

— ¿Están ahí?

— Sí.- contesta con voz ronca. Y hace una pausa- Hay seis. Dos de ellos tienen perros y tres van armados. El otro creo que solo está de paso.

Te muerdes la lengua: la situación es peor de lo que esperabais. Pero ya es demasiado tarde y no podéis volver atrás. Percibes en la boca el sabor amargo de la bilis.

                — ¿Y si esperamos a que se marchen?- sugieres.

                —No…- responde, y se apoya en la pared abatido- No podemos esperar tanto. Si nos ven aquí, fuera de los pabellones, estamos muertos.

                — Puede que estar muertos sea mejor que esto.- murmuras entre dientes. Pero él te oye.

Te coge de la mano y la aprieta con fuerza. Tiembla, sus dedos tintinean trémulos. Te das cuenta de que está tan nervioso como tú, incluso más. Trata de sonreír en un intento de reconfortarte, pero sus ojos tibiamente borrosos no pueden ocultar lo que siente. ¿Acaso no tienes razón? Nadie lo entendería nunca, pero alguien que ha estado en el infierno haría cualquier cosa por no volver. ¿Quién te echaría en falta de todos modos? Esa era una de las cosas en las que solías pensar antes de de caer dormida todas las noches en ese incomodo colchón de lana viejo y polvoriento. La idea de simplemente desaparecer del mundo, inmolarse en la muerte y que nada cambiase. Todo seguiría igual, y resultaba inquietante. En ese momento uno de los perros ladra y te encoges sobre ti misma.

Tic, tac, tic, tac.

Él te hace un gesto con la mano que le queda libre para que no hagas ruido, y tú, obediente, paralizas hasta el último resquicio de tu entumecido cuerpo. Escuchas voces, y te parecen demasiado cercanas. Pones atención y logras comprender algunas palabras sueltas. Instantáneamente intercambias una mirada con tu compañero. Se están acercando más y más, y ya puedes escuchar el crujir de sus botas contra la nieve derretida. Miras en todas direcciones y tragas saliva intentando buscar una solución, pero él es más rápido. Reacciona a tiempo y tira de ti hasta el edificio contiguo. El alivio te inunda cuando la pesada puerta hace un metálico “click” y se abre: entráis dentro y cerráis detrás de vosotros.

Está oscuro, y el ambiente está cargado de humedad y aroma a naftalina. Tan solo eras capaz de escuchar vuestras respiraciones entremezclas con el sonido acuoso de algo que gotea en alguna parte. Tus ojos comienzan a acostumbrarse a la falta de luz y ya eres capaz de distinguir algunos elementos de la habitación: hay una pared llena de armarios de madera carcomida, archivadores de hierro oxidado, un escritorio y un par de sofás de respaldo ancho. Y un baúl anclado en la esquina. Él te suelta la mano y camina con precaución hacia la pared, una vez allí corre la desgastada cortina dejando que un haz de sol penetre en la estancia. Solo entonces puedes apreciar que las paredes están forradas de mapas amarillentos y que el suelo está cubierto de una alfombra de terciopelo borgoña. Ya no tienes frió.

                — ¿Lo has escuchado?- pregunta, y asientes- Sí es verdad, tal vez tengamos alguna oportunidad.

                — Puede.

Te mira sombrío ante  tu falta de entusiasmo, pero estás agotada. Su boca se torna en una mueca y deja caer la cortina, sumiendo de nuevo la estancia en penumbra, a excepción de un halo de luz muy fino que se cuela por un extremo de la tela y que te impacta directamente en el ojo.

— Dicen que los cautivos han salido de Auschwitz al medio día. Serán lo menos mil o dos mil, algunos enfermos y otro demasiado mayores, y teniendo en cuenta que habrán tenido que parar lo menos un par de veces para coger combustible... –mira su viejo y oxidado reloj de muñeca.- Creo que llegaran en una hora aproximadamente.

— ¿Cómo estas tan seguro?- preguntas incrédula ante la precisión de sus cálculos.

— Cuando era pequeño solía venir con mi familia todos los años a casa de mi tío para pescar. Siempre viajábamos en tren, y no quedaba muy lejos de Treblinka. Cuando apresaron a mi padre, mi madre me dejaba ir a visitarle de vez en cuando, pero cuando ella enfermó de tos ferina y murió no pude volver a verle. Tenía que quedarme cuidando de mis hermanos, ¿sabes? Además, creo que lo enviaron a Bełżec y se quedaron con todas sus propiedades, así que…

— Oh.

Esa es tu única respuesta. Te gustaría poder consolarle, tal y como él había hecho en interminables ocasiones cuando en medio de las largas jornadas de trabajo te habías rendido exhausta, gimoteando como una cría que no podías más, o como cuando te había cedido su ración de comida aunque él apenas podía mantenerse en pie. Pero tampoco sabes que decir, y las desgracias se habían convertido en algo cotidiano de lo que nadie hablaba, porque resultaba evidente.

Él se deja caer en uno de los sillones y te hace un gesto para que ocupes el restante. Tú obedeces. No es demasiado confortable, huele ligeramente a rancio y tiene algunos muelles sueltos que se te clavan en la espalda, pero a pesar de eso hace tiempo que no descansabas en algo tan cómodo.

— Esperaremos a que el tren llegué.- escuchas su voz a través de la oscuridad, y te imaginas su rostro- Necesitaran ayuda para seleccionar con cuales quedarse y cuáles no les parecen aptos, por lo que tendrán que enviar a muchos de sus hombres a la puerta principal. Aprovecharemos cuando la vigilancia sea mínima para escapar de aquí y buscar una salida. Así será más fácil, y si algún guardia nos encuentra, los dos juntos seremos capaces de acabar con él sin problemas.

— ¿Y después qué?

               — Después… -es la primera vez que parece no saber que decir desde que le conoces- Después, simplemente debemos ser valientes.

                — Yo no sé ser valiente- confiesas.

                — Yo te enseñaré.

— ¿De verdad?

— Te lo prometo.

Os quedáis en silencio unos instantes. Todo o nada, eso es.
               
— Duerme un rato, descansa.- te pide entonces- Te despertaré cuando llegué el momento

Tratas de negarte, porque no quieres dejarle solo. Sabes que no sería justo, porque él también está cansado, incluso más que tú. Pero antes de que puedas contestar tus parpados se cierran, y Morfeo gana la batalla.

                                                                                               

Un sonido sordo y hueco te despierta. Hay alguien en la puerta y la sensación de que una amenaza se avecina recorre tu cuerpo de arriba abajo en forma de escalofrío. Abres los ojos súbitamente y el miedo hace que arañes los reposabrazos del sofá con fuerza. Miras en todas direcciones, aun con el embotamiento del sueño debilitando tus sentidos y aletargando tus articulaciones, y entonces le ves.

Está en la ventana, observando agazapado.

Te hace un gesto para que te mantengas en silencio y después señala el baúl de madera. Está abierto y completamente vacío, por lo que supones que ha estado inspeccionando mientras tú dormías. Sabes lo que quiere, así que silenciosa te dispones a cumplir su orden. Te deslizas suavemente dentro, temblando y bajas la tapa sobre tu cabeza. No lo cierras del todo, y a través de una ranura aún logras verle, tenso y rígido, pero casi frágil.

Es entonces cuando llega.

Ocurre tan rápido que al principio no eres capaz de comprender que ha pasado. Primero llega a tus oídos el ruido del cristal al hacerse añicos, y después ves como él cae inerte al suelo, como un vasto saco de harina. Ves la sangre espesa resbalando por el agujero que la bala ha hecho en su frente, y como poco a poco impregna la alfombra como un río negro y sinuoso. Tu boca está abierta, lista para gritar, pero tus cuerdas vocales están paralizadas y tu garganta solo logra emitir un gemido, parecido al de un animal herido. En ese momento la puerta de metal se abre y tú te encojes sobre ti misma, dejando que la tapa del baúl se cierre completamente.

El tiempo se detiene, y pierdes la noción de todo lo que creías haber conocido antes. Escuchas respiraciones roncas, como la que solía tener tú tío Aniol, tan aficionado al tabaco de pipa y como la goma húmeda chapotea humedeciendo la moqueta, seguido del susurro  metálico de algo afilado. Aprietas los dientes fuerte, tanto que ya notas el sabor a hierro y de pronto todo queda en silencio.

Habían llegado.

La tapa se abre emitiendo un agudo chirrido, y aunque no les miras, te lo imaginas casi con certeza: están sonriendo. El aire llena tus pulmones por última vez. Tratas de prepararte, pero es demasiado para ti. Tienes miedo y no quieres verlo. Así que cierra los ojos.

Bum.

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